periodismo independiente

Por un periodismo independiente

El autor señala que, hoy más que nunca, es necesario que los enemigos de la libertad sepan que el periodismo se basa en la independencia del poder político, económico y de las propias tentaciones de dominio.

Desde hace meses, la Asociación de Medios de Información (AMI) publica un anuncio que lleva por título Creemos en el periodismo. La frase, que va acompañada de palabras como bulosfalsedadpartidismointrusiónintereses, todas en letra pequeña y tachadas con una raya, a mí y quizá sea por deformación profesional, me suena a mandamiento o, mejor dicho, a parte dispositiva de una sentencia que advierte a los periodistas de que si quieren que la gente confíe en ellos han de ser dueños de sí mismos para expresar lo que ven y piensan. O sea, lo mismo que esos otros eslóganes de La verdad es valiente o La verdad es incómoda que a menudo se leen en este periódico. No se casará el periodista con nadie y menos con quien paga, tiene la sartén por el mango e incluso da por hecho que la libertad se aparca a la puerta de su empresa editorial.

Por testimonios directos, me consta que son numerosas las satisfacciones e infinitas las alegrías de los periodistas cuando escriben o hablan en libertad. Más todavía cuando detrás del medio de comunicación en que trabajan se esconde algún enemigo de la prensa independiente. De ahí que me cueste admitir que existan periodistas faltos de escrúpulos, aunque haya quien opine lo contrario. Sin ir muy lejos, Indro Montanelli que, con su elevado talento y autoridad moral y desde la sabiduría de sus 90 años, poco antes de morir criticaba a los profesionales del periodismo ricos y poderosos «por ser traidores a una profesión que no debe llevar ni al poder ni a la riqueza». Es literal. Ignoro cuánto habrá de cierto en el diagnóstico, pero es un hecho probado que Montanelli amó infinitamente su profesión y que sufría cuando veía como actuaban y por qué actuaban algunos de sus colegas. Según él, no hay ley que obligue a un periodista a depender de nadie. Ojalá que este pensamiento estuviera grabado en el frontispicio de los periódicos y las empresas de la comunicación, dando a entender que se prohíbe la entrada a truhanes y mentirosos.

Nadie me asegura que sea una de las finalidades del anuncio de la AMI, pero se me ocurre si Creemos en el periodismo también es un mensaje que busca el contraste con quienes, desde erróneos liderazgos intelectuales, pretenden dominar la verdad en exclusiva. También una recomendación –quizá, no pase de un deseo o de una ilusión– para que los medios de comunicación crezcan al margen de ventas, ingresos y publicidad. Porque a fuerza de ser sinceros, reconozcamos que en el mundo de la política –que va por mal camino porque no está en manos de los mejores– se ha llegado a pensar, en etapas varias, que al periodismo se le puede reducir al silencio; que al periodismo se le puede comprar y vender; que al periodismo se le puede implicar en amorales tejemanejes o chanchullos; que al periodismo se le puede poner una sábana de fantasma y tratársele de marioneta. La información es poder, sí, pero se convierte en indecencia cuando se utiliza para colmar intereses particulares.

El buen periodista, cuando se coloca ante la cuartilla en blanco o el ordenador, solo se debe a la verdad y a la justicia

Hoy más que nunca es necesario que los enemigos de la libertad sepan que el periodismo se basa en la independencia del poder político, del económico y de las propias tentaciones de dominio, una convicción que lleva a establecer fronteras infranqueables. Lo expresó muy bien Lord MacGregor of Durris, que fue presidente de la Comisión de Quejas a la Prensa, sucesora del Press Council, en un artículo titulado Prensa y Responsabilidad en las Democracias en el que cuenta la respuesta que el periodista Sydney Jacobson dio a Winston Churchill cuando al hablar de sus relaciones con la prensa y decir que «lo que no se puede eliminar se arregla y lo que no se puede arreglar se elimina», le replicó que «las relaciones entre el Gobierno y la prensa se han deteriorado, se siguen deteriorando y bajo ningún pretexto debe permitirse que mejoren». ¡Con un par! De razones, claro.

Y, por cierto, lo dijo también Antonio Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial, en el simposio sobre la independencia de los medios de comunicación celebrado el 15 de octubre de 2020: «Cuanto más lejos esté un Gobierno de los medios, mejor», a lo que yo, modestamente, añadiría que el buen periodista es aquél que tiene el valor de ir a contracorriente de los que mandan. El periodista no debe –no puede– poner sus armas al servicio de los que se erigen en dueños de la noticia, fabricantes de la verdad y hasta de la historia. El periodista obediente, el periodista uncido al carro del político, del poderoso o del zascandil de turno, ofrece a quienes todos los días leen su trabajo un espectáculo demasiado triste. La fidelidad a quienes pagan o mandan es una moneda que se paga con otra moneda y no merece más respeto que el que se dispensa al mono de circo que actúa con reflejos condicionados. En ocasiones, uno tiene la impresión de que a la sociedad, para ser feliz en su modorra, le sobra la prensa independiente como le sobra una justicia independiente. No es cuestión de entrar en detalles, pero quienes incurren en la fantasía de que, al neutralizar a la prensa molesta, controlarán mejor a la opinión pública, lo que en el fondo anhelan es encarnar un gobierno despótico en el que los gobernados no sean ciudadanos sino miembros de una colectividad sumisa a sus designios de poder.

Si hay algo que debe calificar a un periódico es el ser leal y honesto, dos adjetivos que, lamentablemente y a marchas forzadas, van perdiendo valor y sentido. Leal quiere decir que guarda a personas o cosas la debida fidelidad. En derecho, vale por legal. Honesto equivale a decente, razonable, justo, honrado. No es cosa de entretenerme en glosar, al detalle, ambas nociones. Hoy por hoy, sólo me interesa dejar constancia del agrado que al lector de un periódico, al igual que al oyente de una emisora de radio o al espectador de un informativo de televisión le produce comprobar que el periodista es leal consigo mismo y con sus destinatarios. Consciente de la responsabilidad que el periodismo tiene en sus manos y con el espíritu del que Max Weber habla en su obra El político y el científico, me permito afirmar que en el trabajo periodístico la diafanidad ha de ir acompañada de una información correctamente establecida, entendida no como equivalente a cierta, sino como aquella que propende a la verdad.

La verdad en el periodismo no es un secreto, sino una noticia voceada. Para el buen periodismo, la verdad jamás es un aire viciado sino un viento sano y compartido. La libertad de expresión, como la de informar en libertad, no son dogmas de fe, sino nociones tangibles que se pueden ver, oír, oler, tocar y gustar. A la memoria me viene la solemne declaración que quien fue director del The New York Times, A.M. Rosental, hizo a sus lectores: «El periódico no es mío, ni de los accionistas, sino vuestro, de vuestras ansias de información, de vuestro juicio y de vuestra ética». El único compromiso del periodismo es con la sociedad y el buen periodista, cuando se coloca ante la cuartilla en blanco o abre su ordenador, sólo se debe a la verdad y a la justicia, dos conceptos que bien merecen considerarse paralelos y fungibles.

En fin. Por si algún lector lo estimase necesario, declaro que al escribir estas cuartillas, lo único que ha pesado en mi ánimo han sido las convicciones. En todo momento he procurado que los comentarios estuvieran despojados de prejuicios. Sin embargo, admito que en este asunto, igual o más que en otros, las ideas expuestas sean vulnerables. Por eso, para defenderlas, digo que «la ética debe acompañar al periodista como el zumbido al moscardón». Aclaro que estas palabras son de Gabriel García Márquez. Las escribió a finales de 1996 en un lúcido y bello artículo sobre el periodismo, según él, «el mejor oficio del mundo».

Sí; creamos en el periodismo y confiemos en la diosa de la libertad que, aun por débil o herida que esté, no hay quien la apuntille, se ponga como se ponga el puntillero.

Artículo publicado en El Mundo el 25/01/2021

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